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‘Madre, ¿Y si no te veo más?’ por Juan Legaz Palomares

04 de septiembre de 2020 - 08:39

Una amiga me cuenta, que a su madre le pilló el confinamiento en casa de una hermana, a cien kilómetros de ella, pero cuidada y amada por parte de los suyos. Durante todos estos largos días de encierro y distancia, el teléfono ha sido el nexo maravilloso por el que todos los días le daba, se daban, ánimo y recomendaciones específicas para evitar el posible contagio.

Uno de la familia ha de salir a comprar, aunque sea muy de tarde en tarde, así que, cuidado con el regreso, cuidado con el material que se elimine y se toca. No sé en qué momento, pero ocurre, los hijos nos convertimos en los padres de nuestros padres e intentamos evitarles el peligro de la misma manera que hacían ellos con nosotros cuando éramos niños.

Durante todos estos días siempre pensó que su madre, por la edad, tenía mucho más riesgo de entrar en un hospital que cualquiera del resto de la familia. Diariamente ha pedido al cielo que la cuidara y ha tachado cada día en el
almanaque como uno menos en la cuenta del reencuentro, de los abrazos y de esos besos guardados por tantas horas.

Sin embargo, la semana pasada su corazón volvió a darle un toque de atención, se rebeló contra esas angustias y preocupaciones que se empeñó en colocarle entre sus entretelas. Golpeaba su pecho como un pájaro enjaulado que quisiera salir, le negaba el aire y apretaba dolorosa y extrañamente por su brazo, su cuello, su espalda... No era la primera vez que sentía esos síntomas, así que fue consciente de que estaba sufriendo un infarto o una angina de pecho. Estaba sola. Sus hijos también lejos, aunque solo físicamente, y su marido había salido a comprar sin móvil. Llamó al 112 y le aseguraron que en breve tiempo estaría una ambulancia en casa.

En los efímeros momentos, aunque le parecieran eternos, que duró la llegada de la ambulancia le llamaron una de sus hijas y su madre. Cómo has dormido, qué tal estás, me duelen los huesos, es normal, madrecica, ¿de verdad estás bien?

Apenas podía hablar, pero no quería preocuparla, en otros momentos habría salido corriendo a buscarme, a abrazarme, a decirme que todo iba a salir bien, aunque en su corazón albergara más miedo del que yo misma ya llevaba encima, pero ahora no podría verme, y quería evitarle a toda costa el sufrimiento de mi problema. La conozco bien, para una madre pocas cosas hay más importantes que la salud, la alimentación, el bienestar de los hijos... La dejé hablar, pero, cuando me tocó responder a sus preguntas, en un esfuerzo supremo para mantener el tono de voz normal, le dijera que me había pillado desayunando para que ella respondiera: “Pues, hala, hija, termina, no te entretengo. Te quiero”. Me colgó sin que yo pudiera decirle que también la quería. Mucho.

Llegó la ambulancia y con ella no venían sanitarios, sino ángeles. Ángeles que estabilizaron su cuerpo físico mientras su alma volaba con los suyos, con su madre... con el pensamiento de que quizá podría no volver a verla nunca más y que, qué razón tenía con los móviles: cuánto mienten. Cuánto mentimos por amor. Al final tuvieron que decirle la verdad. Esa noche no podría hablar con ella y seguir mintiéndole de que todo estaba bien. Ni tampoco a la mañana siguiente...

Sin embargo, ese episodio le permitió, una vez salida del hospital, pasar por la calle de su hermana de vuelta a casa y desde la distancia que media entre un coche y un balcón, desplazar brevemente la mascarilla y lanzarle ese “te quiero” que días atrás quedó colgando de sus labios.

Juan Legaz Palomares.

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